Primera parte.
Sombras.
Aquellos ojos negros que me miraban, solo me hacían recordar toda la sangre que han visto.
Las personas dedican su vida a encontrar aquello que le falta para alcanzar la felicidad. Pero nunca lo logran; siempre puede ser un poco mas, un poco menos, mejor, peor… pero nunca un suficiente. Somos inconformes por naturaleza; solo buscamos aquellos que ni nosotros sabemos que es, con el fin de nunca alcanzarlo y tener una excusa para seguir buscando. Una búsqueda que nunca termina; a menos que te preguntes ¿Qué es lo realmente busco? Él había encontrado la respuesta hace mucho. Había finalizado su búsqueda; era alguien completo. Seguía mirándome fijo. Esos profundos e indescifrable ojos solo lograban que a mi mente viniera la primera vez que se posaron sobre mí.
Con catorce años de edad; la vida no es muy interesante. No era una persona que tuviera mucho que contar. Mi infancia fue simple no mala, pero si simple. La escuela no había representando ningún reto, cada año pasaba igual; cada conocimiento era asimilado, almacenado para eventualmente ser olvidado o fragmentado. Mi padre era tranquilo y de temperamento sumiso; siempre al pendiente de mí ( su única y adorada hija), con un trabajo estable aunque nunca pude terminar de entender cual era su oficio. Se pasaba horas sentado en su escritorio, con libros a cada lado; siempre lo acompañaba un juego de reglas y una calculadora. Al final de una larga jornada, ocupado en lo que sea que hacia, terminaba frustrado; tirando todo al piso y saliendo furioso de la casa para regresar justo a la hora de la cena con muchos más libros. Volviendo a repetir esta escena de nuevo al día siguiente y así cada 2 o 3 días a la semana. Cuando no se hallaba sumergido en ese mundo se dedicaba a sentarse en la terraza a ver las personas pasar; una tras otra. Yo lo acompañaba de vez en vez.
Por otro lado mi madre era una mujer dominante y dinámica; siempre se encontraba haciendo algún nuevo curso de algo. La cocina terminaba hecha un caos cuando entraba en ella a preparar la comida y justo antes de que el último plato fuera llevado a dentro, como por acto de magia ya todo estaba en su puesto perfectamente ordenado, impecablemente limpio ¿Cómo lo hacia? Era la pregunta que rondaba por mi mente desde la primera vez que la vi realizar aquel truco. Nunca llegue a preguntárselo. En apariencia era una familia normal, tranquila y feliz. Aunque en las fotos familiares resaltaban la tez extremadamente blanca de mi madre y el cabello enrojecido de mi padre; y la niña común, de tez clara y cabello negro contrastando con los detalles que hacían singulares las otras dos figuras. Ellos eran únicos; yo simple y predecible. O por lo menos eso era lo que me encargaba de mostrar ¿Por qué? ¿Por qué nunca había encontraba la razón para iniciar, mi propia búsqueda?
Una buena noche de domingo, cada miembro de mi común familia se encontraba en sus propias ocupaciones. Mi madre con su nuevo curso de cerámica, mi padre debatiéndose nuevamente con su escritorio y yo observando pasar el tiempo desde un rincón de mi cuarto. El silencio siempre se apoderaba de este hogar los días libre de colegio. Creo que ellos estaban tan acostumbrados a no verme allí durante la semana, que el que estuviera o no; no marcaba mucha diferencia en las actividades que realizaban. Cerca de las doces decidí bajar a despedirme. Costumbres que había adquirido; la de dormir a altas horas de la noche y la de despedirme de mis padres sin importar que estos ya se encontraran dormidos.
El silencio era envolvedor, profundo y siniestro. Nunca me había sentido de tal manera en ese lugar. Caminaba por el pasillo dando pasos hacia delante y regresando al sentir que algo estaba diferente. Con la mirada recorrí las paredes pintadas de azul cielo con cuadros de paisajes colgando; el piso de madera enrojecida chillaba cada vez que retrocedía. Continúe hasta llegar a la sala principal. Entendí entonces, que era aquello que me hacia sentir extraña.
Mis padres se encontraban amordazados y tirados en el suelo. Con miradas desesperadas me rogaban que huyeran. Era en vano él ya me había visto.— Te esperaba—. Comentó desde uno de nuestros sofás, un joven de presencia intrigante. No recuerdo como iba vestido, ni siquiera recuerda su rostro o el corte de su cabello. Pero solo basto su voz para generar en mi un terror que nunca había experimentado. Mis manos se congelaron en el acto y el latido de mi corazón era tan fuerte y profundo que se podía confundir con el rastro de sonido que dejaba el reloj de péndulo en la pared del salón. Se acercó lentamente a mi madre; ella me miraba desesperada. Sé que en el fondo rogaba porque algo pasara que me permitiera huir de allí; que sacara fuerza de donde no las tenía, que dejara de estar sumida en el miedo y echara a correr. Pero él no me lo permitiría, sabia bien que nunca podría escapar de allí. Introdujo su mano en uno de sus bolsillos para sacar después un pequeño puñal. Con la suavidad de un pintor, que primero admira a su modelo antes de siquiera atreverse a alzar un trazo, delineó el rostro de mi madre con la punta del pincel que tenia en manos. Para finalmente incrustarlo con firmeza y soberana delicadez en el inicio del pómulo de ella descendiendo entonces hasta la base de su mentón; provocando un grito ahogado por la mordaza.
La herida era profunda pero impecable, una gruesa línea de oscura y turbia sangre caía por su cuello; manchando la hermosa blusa blanca que llevaba. La cual por cierto, para sumarle ironía, utilizaba por primera vez hoy después de haberla guardado mucho tiempo en su armario. El puñal salió con brusquedad de su carne. Ella se revolcaba en el dolor contrayendo sus extremidades para tratar de soportarlo. Era inútil. Con un movimiento rápido y ligero, el artista tomó su instrumento, el cual paso entre sus dedos para al final sujetarlo con fuerza y degollar sin mayor espera el cuello de la mujer que tan cálidamente se había portado conmigo estos años de vida. La pared se convirtió en una danza de figuras carmesís. Al piso cayo abruptamente, dejando solo así de aquella mujer alegre pero temperamental un cuerpo profanado. Misma suerte recaería sobre mi padre, que derraba lágrimas de amargura, tristeza e impotencia al ver a la mujer que le había jurado amar hasta el último día de su vida; tendida sin vida después de tan violento trato. — La acompañaras al final—. Le decía él en tono indiferente.
Arrastró a mi padre por el piso hasta estrellarlo contra el piso manchado de la sangre con la que su amada había escrito su trágica melodía. Lo acomodó entonces hasta dejarlo sentado , removió la mordaza de lo mantenía mudo.— ¡Maldito! Pagaras por esto—. Gritó sin pensarlo mi padre.— Cállate—. Calvó el puñal en su abdomen.— No debes utilizar ese vocabulario delante de tu inocente hija—. Comenzó a subir hasta el tórax, su mano temblaba como muestra de la gran presión que ejercía. Un crujido acompañaba el camino de su pincel, continuó de esta manera hasta la base de su cuello donde se detuvo y sacó entonces el arma. Sujetó por los cabellos a aquel cuerpo sin existencia ya, arrojándolo con fuerza contra el otro ser que había tendido igual destino. Estaban allí los dos inertes; uno sobre otro mientras la sangre emanaba de ellos, abriéndose paso por cada breca de encontraba hasta caer sobre el lienzo puro que era el piso de aquel lugar. Las finas, oscuras y bruscas líneas se iban uniendo de par en par para encontrarse al final con un enorme mar rojo. Tan rojo y brillante.
Él miraba la escena como un artista apreciando su obra finalizada después de meses de esfuerzo, mientras limpiaba tranquilamente el instrumento que tan cuidadosamente había utilizado en su, ya consagrada, obra. Una sonrisa de satisfacción se enmarco en su rostro. Estaba tan orgulloso de su creación que podía correr y abrazarlos. Pero no; no tenía tiempo para ello. Había un asunto que requería de su atención inmediata. Se volteó hacia a mi. Caminaba con cautela tratando lo mejor que podía de no alterarme. Después de todo no sabia como reaccionaria. Se inclinó hasta estar a mi altura y me miro fijamente. Fue la primera vez que los vi; aquello ojos negros tan profundos, tan difíciles de entender. Me miraban a mí y solo a mí en ese momento. El tiempo se había distorsionado, ya no sabía si llevaba segundos o días viendo aquellos ojos.
El silencio se había vuelto ha apoderar de mi hogar. Pero este era un silencio más tranquilo, más simple. Rozó el puñal por el borde lateral izquierdo de mi rostro, levantando después con la parte plana de este mi barbilla. Obligándome a sumergirme más en su mirada. Pero allí no había nada, no había brillo pero tampoco tristeza; no había culpa ni satisfacción; no había cariño ni odio. No había nada, solo una profundidad que causaba nerviosismo y sentimientos de inferioridad. Me sentía tan inferior a aquella persona que tenía al frente. Él de alguna forma era superior y yo era un ser despreciable tan imperfecto, tan repugnante. Se alejó; atravesó la habitación recorriendo con su mirada todo el lugar— ¿En dónde hay una foto familiar?—. Me preguntó después de un momento. Le señale con el dedo un pequeño portarretrato que reposaba sobre una de las mesitas del salón. Tomó el objeto entre sus manos, sacando de esté la fotografía que había sido tomada la ultima navidad. Volvió a acercarse; descendió nuevamente hasta mi altura para plantar un leve beso en mi mejilla y simplemente desaparecer. Así como había llegado sin aviso, así se había marchado sin despedirse.
Quedando yo allí, ahora apoyada con la pared enfrente de mis padres. Observando cada detalle de aquella macabra escena. Los corte finos y profesionales que conformaban las heridas que llevaban, las aberturas empañadas de espesa sangre donde se distinguía una que otra parte de su interior. Sus ojos ahora sin expresiones; sus cuerpos entumecidos. Y aquel charco que se había tendido en el piso, que había tomado cierta consistencia que parecía pegajosa al tacto. Así me quede observándolos por horas y horas. Pero más que observar aquellos que había querido, observaba su trabajo que había despertado en mí un morboso interés.
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